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La historia interminable II

Encuentro con Luis García Montero

Hoy no ha sido un lunes como los demás: ha sido un lunes completamente viernes. Hoy hemos tenido la suerte de reencontrarnos con Luis García Montero. Y todos nos hemos reencontrado con él. Incluso ese centenar de alumnas y alumnos que por primera vez asistían al milagro por el que un poeta sale de la foto del penúltimo tema de su libro de texto para hablarles a cada uno de ellos al oído.

Después de la presentación de nuestro compañero Antonio Alcaide (en la que ha dejado de manifiesto lo difícil que resulta, no ya ser profeta, sino poeta en Granada), Luis ha tomado plena posesión de nuestra abarrotada biblioteca y nos ha dado, como siempre, una de esas lecciones de poesía para niños inquietos que se quedan para siempre grabadas en el corazón.

Si el corazón pensara dejaría de latir. Hoy habíamos comentado en clase el título de la primera derrota del libro de Alberto Méndez Los girasoles ciegos, pero no nos valen, ¡ay!, las conclusiones a las que habíamos llegado. El corazón de Luis piensa y no deja de latir al ritmo pausado de sus palabras, de su optimismo nada ingenuo de hombre ilustrado que cree en el futuro, de creyente en el diálogo con los jóvenes y con el joven que fue. Late al ritmo de las lunas que ya no son lunas, de las llamadas telefónicas, de los taxis en las noches de Granada, de los amores perdidos y de los que se encuentran para siempre.

 

De la Armilla que era la última estación de penitencia en el viaje de regreso a casa después de las vacaciones en Motril no queda hoy mucho. Si algún poeta vuelve a la biblioteca de nuestro instituto dentro de unos años, la recordará como el sitio de las largas colas para aparcar en el Nevada. La anécdota del largo y tortuoso camino a la playa le ha servido al poeta de anclaje perfecto para recordar su primer encuentro con la poesía en la voz ronca de su padre leyendo “La canción del pirata” y ese canto a la libertad que el pequeño Luis, que no regresaba nunca a tiempo a casa desde las alamedas del Genil, hacía suyo: “Y si muero, ¿qué es la vida?/ por perdida ya la di/cuando el yugo del esclavo/como un bravo sacudí.”

Vino después el encuentro sagrado con la poesía de Lorca en el espacio sagrado y prohibido (todo lo sagrado está prohibido) de la habitación de invitados donde su padre guardaba su biblioteca. Y el tocadiscos que el padre Díaz llevó un día a una clase para que sus alumnos de los Escolapios escucharan la voz de Machado en la voz de Serrat.

La emoción de aquel niño que con su dinero paga su primer disco, alcanzó todo su significado el día en que Serrat lo llamó para decirle que había puesto música a uno de sus poemas. A veces encajan todas las piezas del puzzle y el aire se serena y viste de hermosura y luz no usada…

El niño precoz que escribía poesía mientras otros jugaban al fútbol tuvo la suerte (al saber lo llaman suerte) de gozar de la amistad del único superviviente de la Edad de Plata de nuestra literatura. Con veintidós años sigue bebiéndose la poesía y le gana una pequeña batalla al imposible escudero de Garcilaso: un furtivo beso a una estudiosa alemana en la puerta de un hotel es el galardón. Pero mucho más allá de esa apuesta y de la poesía y de la historia, con Alberti aprende algo fundamental: que hay que tomarse en serio a los jóvenes. Y que los jóvenes deben escuchar a sus mayores, que el diálogo generacional es posible y deseable. Hoy lo estamos experimentando.

Más allá de su deliberado torpe aliño indumentario, vuelve a estar don Antonio Machado en la base de la otra sentimentalidad: el poeta no es un raro que se parapeta orgulloso en una torre de marfil, el poeta es gente, gente radicalmente historia, gente que con lo que siente y lo que dice (“palabra en el tiempo”) hace la historia y que tiene que hacerse consciente de la responsabilidad moral que eso acarrea.

Luis nos regala la explicación sobre la mañana en la que se concibe el poema “Mujeres”. Y el aplauso brota espontáneo después de esa lectura que nos emociona justo dos días antes del 8 de marzo. Que la vida te trate dignamente…

Mañana de suburbio
y el autobús se acerca a la parada.

Hace frío en la calle, suavemente,
casi de despertar en primavera,
de ciudad que no ha entrado
todavía en calor.
Desde mi asiento veo a las mujeres,
con los ojos de sueño y la ropa sin brillo,
en busca de su horario de trabajo.

Suben y van dejando al descubierto,
en los cristales de la marquesina,
un anuncio de cuerpos escogidos
y de ropa interior.
Las muchachas nos miran a los ojos
desde el reino perfecto de su fotografía,
sin horarios, sin prisa,
obscenas como un sueño bronceado.

Yo me bajo en la próxima, murmuras.
Me conmueve el recuerdo
de tu piel blanca y triste
y la hermandad humilde de tu noche,
la mano que dejaste
olvidada en mi mano,
al venir de la ducha,
hace sólo un momento,
mientras yo me negaba a levantarme.

Que tengas un buen día,
que la suerte te busque
en tu casa pequeña y ordenada,
que la vida te trate dignamente.

Aunque no tengamos fácil hablar de las cosas que suele llevarse la prisa, la hora escasa ha dado para mucho, incluso para metáforas sobre crisis y enfermedades. Y el necesario diálogo se produce: títulos, vista cansada, niñas que no conocen la palabra resaca, el momento en que otra niña que ve MYHYV se entere de que su padre es el autor de la canción de Quique González que le gusta…


Ya con el resto de los compañeros de vuelta a su última clase, un alumno elige a Luis para pedirle consejo sobre su futuro: es músico y tiene miedo de apostar por lo que le gusta. Seguro que no olvidará una respuesta que retoma las palabras de Juan Ramón a Fernando de los Ríos sobre Lorca: «Su poeta vino y me hizo una excelentísima impresión. Me parece que tiene un gran temperamento y la virtud esencial, a mi juicio, en arte: entusiasmo».

Hora de despedirse y de plasmar una dedicatoria. No me he traído los libros y, además, la que yo quiero ya está escrita:

Si alguna vez la vida te maltrata,
acuérdate de mí,
que no puede cansarse de esperar
aquel que no se cansa de mirarte.

Quien se haya quedado con ganas, que busque en sus libros.

Buscando la clave

Buscando la clave

La primera persona que conteste correctamente una de las tres cuestiones siguientes obtendrá un punto extra en el examen sobre la Generación del 27. ¡Ah! Y habrá que explicarlo en clase

1º) Publica el manifiesto "Sobre una poesía sin pureza" y explica quién fue su autor, contra quién lo escribe y en quiénes y cómo influye.

2ª) Enlaza a la versión musicada de el poema "Asturias" de Pedro Garfias o a la de "Balada para los poetas andaluces de hoy" de Alberti. Incluye las letras, explica quién las canta, cuándo estuvieron de moda y coméntalas brevemente. Son dos cuestiones independientes con el mismo planteamiento.

¡Suerte! Y no os precipitéis...

Día de otoño

 

Señor: es hora. Largo fue el verano.
Pon tu sombra en los relojes solares,
y suelta los vientos por las llanuras.

Haz que sazonen los últimos frutos;
concédeles dos días más del sur,
úrgeles a su madurez y mete
en el vino espeso el postrer dulzor.

No hará casa el que ahora no la tiene,
el que ahora está solo lo estará siempre,
velará, leerá, escribirá largas cartas,
y deambulará por las avenidas,
inquieto como el rodar de las hojas.


R.M.Rilke

¡Presentes!

¡Presentes!

José Mª Agüera Lorente

Se acuerda el hombre del niño que iba al pueblo a visitar a sus abuelos de tanto en tanto. Llevado por sus padres iba obligado a cumplir con un deber familiar ingrato para él por romper con su confortable rutina festiva. Había algo, no obstante, que atenuaba en cierta medida el enojo que inevitablemente le causaban tales visitas: cuando había pasado un tiempo prudencial con sus abuelos, habiendo recibido los besos prescriptivos -siempre más de los que él consideraba necesarios para expresar cariño- salía de su casa corriendo hacia la plaza de la iglesia. Allí iba a pasar el tiempo que todavía tenía que transcurrir hasta volver a su hogar, jugando con los niños que todos los domingos se juntaban por la tarde.

A un niño cuya vida cotidiana transcurría en la capital le resultaba acogedor aquel espacio donde todo se hallaba bien definido, ordenado, fácil de identificar: la iglesia, el ayuntamiento, el cuartel de la guardia civil, la botica, el cine. Cada cosa en su sitio, y el espacio, como un seno perceptible receptor de presencias. En la gran ciudad, la escena siempre era un entorno abigarrado, todo presencia que ahogaba el espacio. (Esto -ni que decir tiene- no lo pensaba así el niño de entonces. Lo piensa el adulto en el que se ha convertido rememorándolo desde el presente.)

La iglesia, por supuesto, era el edificio protagonista. Frente a su fachada principal, modesta pero barrocamente coqueta, jugaban los niños a la pelota y las niñas a la comba. En cierta ocasión  el niño descubrió en aquella pared una lápida en la que había una lista de nombres grabada. La precedía una frase que le estremeció al leerla: "muertos por Dios y por la patria"; y tras el nombre que la cerraba aparecía en letras más grandes: "¡presentes!". Así que muertos, pero presentes. Intuyó el niño que ahí había un misterio, uno de esos misterios que los adultos se guardaban para sí, hurtándolo a la voraz curiosidad infantil, de modo que se  pudiera mantener a los menores en un prolongado estado de ignorancia que concedía a los mayores una vital ventaja. A él esa palabra, "presentes", le remitía al momento indefectible de todos los días, cuando su maestro pasaba lista en el colegio. Te nombraban y tú tenías que decir: "¡presente!". Era la palabra del control, el santo y seña exigido por la autoridad para sancionar según lo debido el correcto empleo de tu tiempo. Pero era el tiempo de los vivos, no el de los muertos. Se le antojaba a ese niño del que se acuerda el adulto que  los muertos eran los ausentes, pues ya no estaban...  Quedaban, pues, fuera del control del tiempo.

Cree el adulto que entonces fue cuando empezó a ser consciente de sufrir episodios de ausencia. Lo recuerda mientras mira por enésima vez el reloj en el trabajo, esperando a que se apresuren los minutos de modo que pueda cumplir cuanto antes con su cuota de presencia laboral y así poder fichar en la máquina de control horario. Se pregunta si no se ha ido ya, si no está ya ausente. Mira a su alrededor, a sus compañeros, muchos de los cuales se quedarán incluso después de haber cumplido con su tiempo de presencia obligada, por aquello de que los jefes los vean en sus lugares de trabajo más allá de la hora debida, y aunque –como los nombres de la lápida de la iglesia del pueblo de sus abuelos– se hallen hace tiempo ausentes. 

El hombre recurre de nuevo a sus recuerdos de infancia, y piensa que es como en los juegos; también para los mayores el disimulo es vital. Y así la mera presencia, sin necesidad del auxilio del lenguaje, se erige ella misma en mentira, frente a la ausencia, que puede ser verdad; quiere decir que quien está puede que lo haga en el mundo de la apariencia, y el que no, nos coloque ante la cruda verdad. ¿Quién dijo que la verdad tuviese que tener siempre un contenido? Puede ser que su desvelamiento nos asome al vacío. Ay, cómo nos vamos alejando de esos niños en el recreo, que se re-crean, se crean a sí mismos una y otra vez, plenamente presentes en el reconocimiento de sí mismos. ¿Es por eso que en la infancia parece el tiempo discurrir parsimoniosamente? Diríase que la vida es un camino que se aleja de nosotros mismos hacia la ausencia eterna que es la muerte. El tiempo presente es ya ausencia.

¡Qué maravillosa obra de la naturaleza es el hombre, capaz de vivir desdoblado, presente y ausente a la vez! ¿Cómo era aquel relato que leyó en el bachillerato y que le fascinó? El vizconde demediado; en él, su autor, Italo Calvino, imagina la historia del vizconde de Terralba, quien fue partido en dos por un cañonazo de los turcos y cuyas dos mitades continuaron viviendo por separado. ¿No somos todos como Medardo de Terralba? ¿No somos súbditos, a nuestro pesar, de dos reinos: el de lo que es y el de lo que pudo ser y no fue, siempre ausentes en alguno de los dos? Nuestro hombre sí, sin duda –piensa, mientras observa al compañero que tiene más cercano en el despacho haciendo solitarios en el ordenador mientras deja pasar el tiempo, eso sí, presente, pero estando en ausencia. Repara entonces en el báculo de la tecnología para dar mayor asiento sensitivo a nuestra querencia por ausentarnos del mundo, que queda opaco a nuestra presencia merced a la pantalla. Ya no somos seres reales con cuerpos que están en lugares reales. Por obra y gracia de la magia cibernética somos mentes desligadas de sus cuerpos, en ausencia. Rara vez nos dejamos acoger por el mundo, pues solo transitamos, y si estamos, estamos en ausencia.

Donde está nuestra atención, siempre cautiva de la obligación y dispersa entre mil estímulos, cantos de sirena de un mundo virtual pero arrebatador, es donde estamos. Lo real necesita para existir humanamente, para ser mundo, para ser cosa con significado,  la importancia que le otorga nuestra atención. Gran responsabilidad para el humano. Pero a las cosas no les prestamos atención porque sean importantes; son importantes porque les prestamos atención. Estamos allí a donde atendemos. La plenitud se da cuando nuestra atención ama lo que atiende y entonces el estar nos colma de deleite y somos, íntegramente. En ello va la verdad de nuestro estar sin dobleces: el hombre íntegro, no el demediado, es aquel cuya mera presencia es aval suficiente para tener certeza de quien es. Su estar y su ser son uno y lo mismo: plenitud. El mundo es acogedor entonces.

¡Cuánto tiempo estamos donde no deseamos estar y, por consiguiente ausentes! Alienación moderna la del horario, que nos hace estar en ausencia, ya pre-ocupados por donde hemos de estar y no estamos, limbo del ser enajenado que nos conmina a vivir fuera de nosotros, sujetos a la pauta rutinaria que lastra nuestra (re)creatividad, pues nuestra presencia no nos pertenece, ya que es el tiempo en el que estamos, pero somos ausentes. Santa Mediocritas, patrona de los burócratas, tu presencia es tu impostura. La soledad es tu epifanía, que no conjura el estar con los demás, cáscara inerte del ser.

Al fin nuestro hombre certifica su salida en la máquina de control horario y abandona el lugar de trabajo. De vuelta a casa en el coche oye la radio: el presidente de Google España es entrevistado. Se muestra orgulloso de que en una empresa tan exitosa como la suya no haya horarios para sus empleados. Éstos se organizan el tiempo como creen conveniente y ello, a juzgar por los resultados, mejora su rendimiento. 

Los principios de la vida buena no bastan; han de ser convalidados por el supremo criterio de la economía.

Madame Bovary c'est pas moi!

Madame Bovary c'est pas moi!

No ha sido nunca Emma Bovary santa de mi devoción, a pesar de (o quizás por) el momento temprano en el que tuve el dudoso placer de conocerla. Y tenía que ser precisamente ella la que consiguiera que me anime a escribir; a mí, tan mal acostumbrada a que haya quienes casi se baten en duelo por la escritura de la reseña. No se tratará en este comentario, que se quiere breve y necesariamente incompleto, de desenredar los muy diversos hilos que no llegamos a tejer a lo largo de la reunión celebrada el pasado 29 de octubre, ni de añadir todavía alguno más. La intención de mi comentario será explicar, explicarme quizás, las razones de mi falta de empatía.

Madame Bovary es la historia de una mujer implacablemente castigada por la audacia de atreverse a hacer realidad sus deseos, una mujer insatisfecha con su vida que busca en el adulterio y en el materialismo consumista la salida de su infelicidad. Bovarismo es el término empleado para referirse al estado de insatisfacción crónica de una persona, producido por el contraste entre sus ilusiones y aspiraciones y la realidad que las frustra. El baile de la Vaubyessard (que nos llevó a abrir la tertulia con el análisis de un poema de Aleixandre en el que Antonio Ávila evidenció el contraste entre las convenciones sociales y su ruptura, propiciada por el frenesí del vals, con esa “desnudez cabeza abajo”) puede situar para algunos lectores el inicio del delirio de Emma, que comprueba cómo todo lo que ha leído y soñado puede ser real. (“los ojos de Emma se volvían automáticamente a este hombre de labios colgantes como a algo extraordinario y augusto. ¡Había vivido en la Corte y se había acostado con reinas!”). Desde ese momento Emma convierte en horizonte de vida un ideal en permanente conflicto con la chata realidad que la rodea, pero un ideal que se revela como algo tan inane, tan insulso, tan gris como todo lo que tan vehementemente rechaza.

¿Un Quijote con faldas? ¿Dónde está la grandeza de Emma? Su insatisfacción vital no puede explicarse solo por su condición femenina, dado que la crisis de creencias y valores que sumió en el hastío a toda una generación (que no encontró en la Ilustración las luces que iluminaran los rincones más recónditos del alma) podemos rastrearla en todos los protagonistas románticos, comenzando por el desgraciado y conmovedor Werther. Y es la voz que llama hipócrita al lector en Las Flores del Mal. Mal du siècle, lo llamó Chateaubriand, uno de los pilares del Romanticismo francés. “D’où venait donc cette insuffisance de la vie, cette pourriture instantanée des choses où elle s’appuyait?”

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El error de Emma no es aspirar a realizar su sueño, como afirma Vargas Llosa en La orgía perpetua. Ese es el error de Alonso Quijano, un error del que solo sale para morir, después de abominar de la locura sublime que había hecho de él el último héroe. Ese error lo hace grande, porque el no busca la victoria sino el enaltecimiento de su dama; no la gloria, sino la restitución de los viejos ideales de la caballería: generoso, enamorado, olvidado de sí mismo, Alonso Quijano se engrandece en cada uno de sus fracasos. Egoísta, mezquina en sus aspiraciones, olvidada de todo lo que no sea ella misma, Emma se envilece, se empobrece en la misma medida en la que sus aspiraciones al lujo y a la voluptuosidad se satisfacen.

Como hemos dicho más arriba, Emma no sufre por ser mujer. Si su proyecto de vida se revela quimérico e imposible, lo es solo en la medida en la que lo es el de cualquiera que aspira al ideal. La realidad y el deseo son irreconciliables y el choque solo puede ser doloroso. Todavía habrá que esperar medio siglo a que Freud explicara cómo la sublimación del instinto sexual es la responsable de todos los logros alcanzados por el ser humano en la esfera artística e intelectual; que toda la energía que no se despliega en el erotismo puede transformarse en fuerza creadora de índole espiritual y es la responsable de la poesía, del arte, de la cultura, de los grandes y más perdurables logros de la Humanidad. Pero hasta el más insignificante de los románticos habían buscado en el destino heroico, en la originalidad creadora, en la defensa de la dignidad humana, algunas de las posibilidades de evasión necesaria de la realidad circundante. Más tarde serán los paraísos artificiales. Emma, sin embargo, fuera del adulterio y de las compras compulsivas, apenas ensaya más solución a su spleen que la fugaz dedicación a las tareas domésticas y a esa maternidad que, ¡cómo no!, la aburre infinitamente.

Ana Ozores, nuestra Madame Bovary, bascula entre la exaltación mística y sus necesidades físicas y busca refugio en la lectura, en la escritura y en la propia complejidad de esos deseos suyos en irreconciliable contradicción. Evoluciona y madura ante nuestros ojos lectores, a pesar de la presión asfixiante del ambiente mediocre y turbio en el que se ve obligada a moverse. Y no puede ser la víctima de su autor: hasta en el rechazo último y violento del Magistral y en el beso de Celedonio, sigue habiendo grandeza en Ana. Emma, sin embargo, no encuentra consuelo ni en la música, ni en el arte, ni en las lecturas que la habían envenenado, ni en la religión, ni en la naturaleza, ni en el amor adúltero que se le revela también insuficiente: “Ocurrió con sus lecturas lo mismo que con sus labores; que, una vez comenzadas, todas iban a parar al armario; las tomaba, las dejaba, pasaba a otras”. O “Se conocían demasiado para experimentar esa sorpresa de la posesión que multiplica por cien los goces que proporciona. Ella estaba tan asqueada de él –de Léon, su segundo amante- como él cansado de ella. Emma encontraba en el adulterio todas las miserias del matrimonio.”

El ansia de novedades nos permite poner al mismo nivel las tentadoras chucherías recién llegadas de París a la tienda de Lheureux y el deseo de que todo sea nuevo siempre en el amor (Au fond de l’inconnu pour trouver du nouveau”, decía Baudelaire en Le voyage, uno de los poemas que inauguran la sensibilidad poética contemporánea). Es ese aburrimiento el que la precipita a un abismo en el que se hunde sin remisión hasta su terrible final. Pero es el aburrimiento de una niña caprichosa y egoísta, de un hermoso animalito, una bestezuela que solo busca satisfacer sus instintos. No hay nada transgresor en su desafío a las convenciones. No hay nada hermoso en sus amoríos, no porque sean adúlteros, sino porque se revelan vacuos y cobardes a pesar de toda la presunta audacia con la que ella procede.

También para sus amantes todo se desvanece. Para Rodolphe, Emma termina pareciéndose a todas las amantes y “el encanto de la novedad, cayendo poco a poco como un vestido, dejaba al desnudo la eterna monotonía de la pasión” y a Léon “ya le fastidiaba que Emma se pusiera a llorar contra su pecho sin venir a uento. Y su corazón, como les pasa a las personas que solo son capaces de aguantar una determinadad dosis de música, bostezaba indiferente ante las alharacas de un amor cuyas deliadezas ya no sabía apreciar.” La realización de los deseos implica su propia destrucción; cada vez que una pasión se hace realidad , se corrompe. Y es inevitable pensar en el demoledor Canto a Teresa de Esproceda). Ya en la primera etapa de su amor por Léon, “La presencia de su persona turbaba la voluptuosidad de aquella meditación. Emma palpitaba al ruido de sus pasos; después, en su presencia, la emoción decaía y luego no le quedaba más que un inmenso estupor que terminaba en tristeza.” Se goza algo solo mientras se desea: “No quiero rosas mientras haya rosas, las quiero cuando no las pueda haber.”

Para terminar y recogiendo, aquí sí, una de las reflexiones que se hicieron en la tertulia, considero que la obra no es, ni mucho menos, una crítica a la burguesía. Flaubert es un burgués que abomina de los estamentos que su clase ha desplazado orgullosa. Emma no muere por ser adúltera, sino por no haber sabido administrar sus bienes, contener el gasto, ahorrar para el mañana como una buena burguesa. Emma es el derroche, de dinero sí, pero también de placer, de deseo, de aventura. Y ese derroche se castiga: la mesura y la contención, el trabajo y el ahorro, la familia, por supuesto son los pilares de una clase social cuyo proyecto, sin duda también fracasado, siguen sosteniendo sin embargo el edificio social.

Después de todo, puede que debiera reconsiderar mi opinión sobre Emma.

Emma Bovary: mito y literatura

Emma Bovary: mito y literatura

 

Emma, la hija de un campesino acomodado, fue internada por su padre en un convento de monjas ursulinas donde recibió una “esmerada educación”, hasta el punto de ser calificada, con despectivo sarcasmo por la primera mujer de Charles Bovary, como “Señorita de ciudad”, cuando solo es “la hija del Rouault ese…”, un simple pastor y ella la presuntuosa que tiene el descaro de “presentarse en misa los domingos vestida de seda como si fuera una condesa” [I, 2].

Pero la educación que recibe no fue tan esmerada porque las ursulinas no consiguieron convertirla en una mujer preparada para su casa, para su marido, ni para su hija. Las enseñanza de las religiosas acabaron en “la languidez mística de las pilas de agua bendita y el resplandor de los cirios”: y, en vez de “atender a la misa, miraba en el breviario las viñetas piadosas orladas de azul” [I, 6]. De las viñetas piadosas pasó a las profanas de las lecturas que, a escondidas, traías sus compañeras de clase; novelas ilustradas cuyas imágenes transportaban a un mundo aristocrático; Lamartine de quien “escuchó arpas sobre los lagos, todos los cantos de los cisnes moribundos, la caída de las hojas…” [I, 6]. Así es como se va configurando la personalidad romántica de Emma, que dejó estupefactas a las ursulinas porque comprendieron que “la señorita Rouault parecía írseles de las manos […]; se sublevaba ante los misterios de la fe y la disciplina le irritaba todavía más como algo reñido con su manera de ser” [I, 6].

Ahí, en el convento, es la ebriedad de las lecturas envenenadas por el idealismo lo que marca la primera experiencia de Emma, lo que está en la raíz de ese tedio existencial romántico que le hace despreciar el mundo campesino del que procede. Pero la aparición de Charles en su vida parece que a Emma le va a sacar de ese marasmo, porque cree estar enamorada. Sin embargo, a este, por necio y por su espíritu apocado, lo despreciará muy pronto y será consciente del error cometido: “…como la felicidad que esperaba de aquel amor no había hecho su aparición, pensó que se había equivocado” [I, 5]. El narrador adopta el punto de vista de Emma que se ensaña con la falta de atractivo de Charles y tanto la atormenta que se reaviva en ella el tedio existencial: “…la vida de ella era como una buhardilla, con tragaluz al norte y donde el hastío, araña silenciosa, tejía su tela en la penumbra por todos los rincones de su corazón” [I, 7].

De ese estado va a sacarla “un acontecimiento extraordinario” que “vino a llover sobre su vida: la invitaron a La Vaubyessard, a casa del marqués de Andervilliers” [I, 7]. Allí Emma entra en contacto con la aristocracia y el lujo, y se olvida de su vida anterior: “…a la fulgurante luz de la hora presente, su vida pasada, tan nítida hasta entonces, se difuminaba por completo, hasta el punto de poner en duda si la había vivido realmente. Ella estaba allí” [I, 64]. “Se esforzaba por mantenerse despierta para saborear por más tiempo la ilusión de aquella vida lujosa que enseguida le sería preciso abandonar” [I, 66]. Las consecuencias de la estancia en el castillo de Vaubyessard y, sobre todo, del vals que baila con el vizconde, símbolo del amor, del lujo, de París…, la van a dejar en un estado de excitación, que, en contraste con “todo cuanto la rodeaba, el campo tedioso, los pequeños burgueses estúpidos, la mediocridad de la vida…” [I, 9] alterarán su equilibrio emocional para siempre: euforia y depresión se alternaran a partir de ahora hasta su trágico desenlace: “Sentía ansias de correr mundo o de volverse al convento. Anhelaba al mismo tiempo morirse o vivir en París” [I, 9].

Terminada la primera parte, Flaubert ha dejado muy claro los derroteros por los que se encaminará la vida de Emma, pero siempre marcada por sus propias decisiones o por la voluntad de otros personajes. Ya no va a ser capaz de escapar al torbellino del amor adúltero que la separará definitivamente de Charles e incluso de su hija. Sus dos amantes encarnan aparentemente el ideal del amor al que aspira, pero este solo se manifestará, en un primer momento con Léon, con el que siente una mutua atracción, una especie de amor platónico, más juvenil que maduro, por no declarado, e interrumpido por la marcha / huida de Léon, primero a París y luego a Rouen.

Independientemente del desarrollo de las dos aventuras con todos sus detalles de felicidad y desengaño (con Rodolphe y la segunda oportunidad con Léon) y de la progresiva caída en el desenfreno, las mentiras, el despilfarro, la procacidad…, es interesante prestar atención a la distancia entre el ideal de Emma y la categoría moral de sus amantes.

Rodolphe es un donjuán de poca monta, un rico ocioso y hombre de mundo (más aldeano que de ciudad). Para entender su verdadera valía hay que recordar la falsedad de sus palabras, tanto en la estrategia de seducción como en la carta de despedida. Recordemos que el primer intento de seducción se produce durante el discurso del consejero Monsieur Lieuvain y las palabras amorosas de Rodolphe; en los dos, lo mismo: tópicos vacíos de contenido. En cuanto a la carta, mientras la escribe va intercalando sus pensamientos mezquinos. El peor de todos el relativo a la fatalidad:

“¡La sola idea de verte sufrir, Emma, no sabes de qué forma me tortura! Me tienes que olvidar. ¿Por qué te conocería? ¿Por qué serás tan hermosa? Yo no tengo la culpa de eso, no, no, Dios mío. Aquí no hay más culpable que la fatalidad.

—Eso de la fatalidad siempre impresiona mucho— se dijo.” [II, 13]

La justicia poética pone en su sitio a este donjuán de aldea, el mismo en el que se atascó siempre Charles. Si nos vamos al final de la novela, al momento en que se encuentran Rodolphe y Charles y este le dice que no le guarda rencor, Charle recurre al mismo tópico: “¡La culpa la tuvo la fatalidad!. Y a Rodolphe, que había sido el causante de aquella fatalidad, ese comentario le pareció excesivamente benévolo para venir de un hombre en una situación semejante, hasta grotesco y un poco servil” [III, 11]. Pero Rodolphe no parece acordarse ya de su carta y, al calificar tan duramente a Charles, se está calificando a sí mismo. Y lo peor, sin ser consciente de ello.

Por su parte, Léon, ya enviciado por la vida licenciosa de la ciudad va a ser tan cruel con Emma como su antecesor, acabará cansándose de Emma y la abandonará para acabar casándose con una joven, seguramente elegida por su madre. Nueva burla de la justicia poética que le iguala con Charles (su madre también eligió a quien iba a ser su primera mujer). Además, el nombre de la elegida por “la señora viuda de Dupuis” para “su hijo Léon, notario de Yvetot,” será “Mademoiselle Leocadie Leboeuf” [II, 11]. Su apellido vuelve a remitir a Charles Bovary (“charbovary”, carro de bueyes, es como logra identificarse cuando entra en la escuela).

Después de ser traicionada por sus amantes, cargada de deudas por el lujo que ha derrochado con ellos y acorralada por los usureros y la justicia, Emma se rebaja y se arrastra buscando quien le saque del atolladero económico. Nadie la socorre, ni los que la han amado, ni los que la podían ayudar por tener dinero. Solo uno parece que puede ayudarla, el notario Monsieur Guillaumin, pero tiene que ser a cambio de arrojarse en el lodazal de este viejo libidinoso. Entonces, Emma tiene el único gesto de dignidad en el final catastrófico de su vida: “Está usted abusando de una manera indecente, señor mío, de la situación en que me veo. Soy digna de compasión, sí, pero no estoy a la venta.

Por fin se cierra el círculo que poco a poco se ha ido estrechando en torno a Emma. Los pasos han sido meticulosamente medidos por Flaubert para convertir a su protagonista en una heroína trágica que paga sus culpas no por haber transgredido las leyes humanas por respetar las divinas, como en las tragedias clásicas, o a la inversa. Aquí no hay ningún dios que castigue, son los seres humanos, sometidos por la sociedad y por sus propios errores, los que se labran su trágico destino final.

De dulces, difuntos, tenorios y calabazas

No está en nuestro ánimo pecar de casticismo, pero hemos de empezar este artículo confesando que estamos un poco cansados de Halloween. Y no es que no nos parezca divertido disfrazarnos; sobre todo de bruja con medias de red y faldita de vuelo o de vampiresa con un largo y ceñido vestido y los labios color rojo sangre. Ni que les hagamos ascos a las chucherías, aunque tomadas con moderación y lavándose los dientes tan pronto como se pueda, claro. O que no nos encante pasar miedo con una buena película de terror o reírnos a mandíbula batiente con una de esas tan malas que proliferan estos días en la tele...

Lo que ocurre es que es tan arrolladora la evidencia de la colonización cultural estadounidense que llegamos a ser más capaces de identificar un barrio neoyorquino que una céntrica calle de nuestra ciudad o de chapurrear un tema de hiphop mientras permanecemos en la más absoluta ignorancia de un solo verso flamenco, ese arte que hace poco menos de un año era declarado “Patrimonio inmaterial de la Humanidad”. Así que vamos a dejarnos de trucos y tratos y de calabazas y vamos a hacer un esfuerzo para recordar algunas de nuestras tradiciones. La celebración del Día de todos los santos y todos los fieles difuntos tiene como tantas otras fiestas, un origen religioso. Los católicos recuerdan ese día a todos los fallecidos en el seno de su iglesia. De ahí una de las tradiciones más arraigadas con la que vuestros mayores seguro que siguen cumpliendo: la visita al cementerio. Las floristerías realizan sus mayores ventas en las semanas previas al día 1 de noviembre, ya que muchas familias aprovechan esos días para dejar reluciente y decorado el lugar de reposo de quienes ya se han marchado. Si bien las costumbres funerarias están experimentando considerables cambios, lo cierto es que los cementerios respiran estos días vida y armonía. Lejos del miedo que suele asimilarse a estos lugares, la belleza monumental y paisajística de algunos camposantos, entre los que se encuentra el de Granada según un reciente itinerario cultural que lo incluye entre los más bellos de Europa, es innegable.

 

Y como no solo de estatuaria funeraria o de crisantemos vive el hombre vamos a recordar algunas de las apetitosas tradiciones culinarias vinculadas al Día de los Santos. Una de las costumbres que algunos ayuntamientos o asociaciones de vecinos se han esforzado por recuperar en los últimos tiempos es la “castañada”. Al amor de la lumbre, mientras las castañas recién recolectadas saltan y perfuman de otoño el ambiente, se cuentan historias de fantasmas y aparecidos, mientras el anís va calentando cuerpos y corazones. Parece ser que el origen de esta tradición es medieval y procede de la necesidad de recuperar fuerzas de quienes se encargaban de tocar las campanas en la víspera de Todos los Santos. Entre los muchos dulces que podemos saborear estos días, está el más humilde de todos, las gachas. Elaboradas a base de harina, leche, azúcar y canela y servidas con pan frito, sirven en algunos pueblos para que los niños tapen con ellas las cerraduras, evitando así que las almas en pena se cuelen en las casas. También los buñuelos de viento y los huesos de santo harán las delicias de todo el que se anime a degustarlas.

 

Y no podíamos dejar de lado una tradición literaria única que a duras penas se sigue manteniendo: la representación de Don Juan Tenorio. La obra de Zorrilla, una de las interpretaciones el mito de Don Juan que inauguró Tirso de Molina y que hasta el día de hoy se ha revelado inagotable, era un clásico de los escenarios españoles. Y año tras año se retransmitía por televisión el día 1 de noviembre. Generaciones enteras podíamos recitar casi íntegra la escena del sofá y sus muchas “variaciones” más chuscas que humorísticas la mayor parte de las veces. La obra se representaba en esta fecha porque los actos I y III de su segunda parte transcurren en un cementerio. Los vínculos de los rituales funerarios y el teatro pueden remontarse, no obstante, a lo que podríamos llamar drama funerario en la Antigua Roma: a las alabanzas fúnebres se añadía el coro de plañideras a sueldo, tanto más numeroso cuanto mayor era la categoría del difunto, que acompañaban el cortejo fúnebre dando alaridos de dolor, reclamando la vuelta del difunto, arañándose el rostro, mesándose los cabellos, rasgándose las vestiduras y contorsionándose. Era la gran pompa fúnebre, el espectáculo estremecedor que ofrecían los grandes hombres con ocasión de su muerte. No conformes con el ritual estrictamente funerario, las grandes familias romanas podían ofrecer al pueblo, dentro de las honras fúnebres de sus difuntos, la representación de una obra teatral, por lo general de carácter moral.


Es ancestral, por tanto, la vinculación de las representaciones más o menos dramáticas con los grandes temas religiosos. Y parece que en el tema de los difuntos, que nunca dejó de ser religioso por mucho que los ritos tuvieran formato profano, la representación de los muertos más o menos dramatizada, se mantuvo en muchos pueblos a lo largo de los siglos. Las procesiones de difuntos con el pretexto de enterrar este día a los muertos insepultos (por lo general, ajusticiados expuestos a la entrada de las poblaciones para aviso y  escarmiento de residentes y forasteros), con toda la parafernalia que las acompañaba, incluidos ciertos bailes austerísimos de calaveras, tenían una honda raíz dramática.  Mezclar por tanto Día de Difuntos y representación teatral no era nada nuevo. Por eso caló tan hondo el Don Juan Tenorio. No era la primera obra de este género ni tampoco la única representación teatral para recordar los difuntos. En ella podemos encontrar el origen de los disfraces de Halloween.

Y ahora, puede que estemos en mejores condiciones de elegir cómo va a ser nuestra Noche de Difuntos. Cualquier emoción que experimentéis no hará sino recordaros que le debemos culto a la vida. Y si de paso evitamos espectáculos como el que cierra este artículo, miel sobre hojuelas...


La alegría

La alegría

Qué ovillo de colores para el gato

o qué versátil pan en las mañanas.

 

Ven hasta aquí,

pisa todos los límites

todos los intersticios y las toses airadas

de la pequeña muerte,

toca lo prohibido, ven,

lo inerte, lo severo, lo impuesto,

infatigable loro azul del aire,

y no dejes lugar ni sueño ni recinto

que no hayas abierto,

precoz violadora del ciego laberinto.

José Ángel Valente, Breve son

Oda a la inmortalidad


 

“Aunque el resplandor que
en otro tiempo fue tan brillante
hoy esté por siempre oculto a mis miradas.

Aunque mis ojos ya no
puedan ver ese puro destello
Que en mi juventud me deslumbraba

Aunque nada pueda hacer
volver la hora del esplendor en la hierba,
de la gloria en las flores,
no debemos afligirnos
porque la belleza subsiste siempre en el recuerdo.

En aquella primera
simpatía que habiendo
sido una vez,
habrá de ser por siempre
en los consoladores pensamientos
que brotaron del humano sufrimiento,
y en la fe que mira a través de la muerte.

Gracias al corazón humano,
por el cual vivimos,
gracias a sus ternuras, a sus
alegrías y a sus temores, la flor más humilde al florecer,
puede inspirarme ideas que, a menudo,
se muestran demasiado profundas
para las lágrimas.”

W. Wordsworth

Augurio de inocencia

Augurio de inocencia

Para ver un mundo en un grano de arena,
y un cielo en una flor silvestre,
sujeta el infinito en la palma de tu mano,
y la eternidad en una hora.


(...)

Una verdad dicha con mala intención
derrota todas las mentiras que puedas inventar.
Está bien, así debe ser;
el hombre fue hecho para la alegría y la tristeza;
y cuando lo sabemos,
caminamos seguros por el mundo.
La alegría y la aflicción se entretejen sutilmente,
un vestido divino para el alma:
Debajo de cada dolor y tristeza
se esconde una alegría hecha de seda.
Una criatura es algo más que una apretada faja:
en todas estas tierras humanas
fueron creadas herramientas y nacidas las manos
que cada agricultor comprende.
Cada lágrima vertida en cada ojo
se convierte en una criatura eterna;
(...)

Cada noche y cada mañana
algunos nacen a la miseria,
cada mañana y cada noche
algunos nacen al dulce placer.
Algunos nacen al dulce placer,
algunos nacen a la interminable noche.
Somos conducidos a creer una mentira
cuando no vemos a través del ojo,
que nació en una noche para perecer en una noche,
mientras el alma dormía entre rayos de luz.
Dios aparece y Dios es luz
para las pobres almas que moran en la noche,
pero su forma humana se presenta
a aquellos que moran en los reinos del día.



William Blake

¿Qué les voy a decir?

¿Qué les voy a decir?

¿Qué les voy a decir?

Comienza un nuevo curso académico. El profesor, como en el mito de Sísifo, vuelve a encontrarse con la roca al pie de la montaña. En su caso la fatalidad no proviene de allende los hados; radica en su consciencia de que en su trabajo siempre habrá una importante cuota de fracaso. Es un trabajo que no luce en ningún momento culminante, nunca está acabado. Es una tarea del día a día que pocos reconocen, porque es silenciosa. No hay en el proceso ningún momento que cause admiración en la cultura triunfante del espectáculo. De hecho -recuerda el profesor- que en algún que otro anuncio publicitario de la televisión, el estereotipo que lo representa ante la sociedad es el de ejecutor de una tarea monótona, aburrida, ante jóvenes que apenas pueden disimular sus bostezos y que han de reprimir su vitalidad creativa (y ansiosa por consumir lo que se les publicita). ¡Qué lejos de ese héroe del balompié que mete un gol con el que justifica instantáneamente los millones que recibe por su valiosísima tarea social!

Oye el profesor en este enésimo inicio del curso, como suele ser habitual por estas fechas, debates en la radio, y también lee sesudas reflexiones de sociólogos y pedagogos en la prensa en torno a la educación en nuestro país. Estos tejedores de esa abstracción conocida como opinión pública hablan de fracaso escolar y de modelo educativo y productivo y de FUTURO (sí, así, con mayúsculas). “Sustituyamos el ladrillo por la neurona”, proclama algún gerifalte portavoz de uno de esos organismos internacionales que pontifican sobre el desarrollo de la economía en el mundo. Y concluyen a coro que hace falta “un gran pacto de Estado por la educación”. El profesor ríe por no llorar. Él, que es ya de largo un veterano en la brega de la enseñanza pública, no espera nada –nada bueno, se entiende- de los políticos. A este respecto le viene al recuerdo esa cita de Einstein, que sus alumnos todos le han oído en alguno ocasión aunque pocos recordarán, y que reza: “existen dos cosas infinitas, el universo y la estupidez humana, aunque de lo primero no estoy seguro”. Ya hace tiempo que sabe que en nuestro Estado la educación es un asunto ideológico; que mediante todas esas leyes que, en cascada, se han sucedido desde que él empezó a enseñar, aderezadas con órdenes, decretos, circulares y normativas varias, no parecen existir indicios objetivos de una mejora de la calidad de la enseñanza, quizá porque en realidad nadie sabe medirla, porque nadie sabe definirla. (Es que este profesor es escéptico respecto a que todo sea cuantificable sin que perdamos noción de su esencia). Lo que sí experimenta -y en esto reconoce que su juicio puede errar presa de un cierto delirio paranoide-, es algo que, a falta de más precisa denominación, sólo atina a llamar síndrome del muñeco de ventrílocuo. Diríase que al profesor se le exige que eduque de acuerdo con ciertas directrices políticas y para ciertos fines económicos. No puede evitar preguntarse si aún tiene sentido invocar lo que para él siempre constituyó el germen del libre pensamiento de sus alumnos, la libertad de cátedra, fundamentada en el conocimiento del profesor; porque para él es evidente que ha sido sacrificada en aras a la uniformidad de un ideario hipócrita de lo políticamente correcto. Inspeccionado institucionalmente parece desconfiarse de él, se pone en duda sus competencias docentes y evaluadoras; hay quien incluso desde los aludidos crisoles de la opinión pública afirma con autoridad que uno de los problemas de nuestra educación son los profesores, incapaces de estar a la altura de los retos del siglo XXI, anacrónicos tecnológicamente y empecinados en seguir enseñando según los cánones magistrales del siglo XIX.

Pero lo cierto es que en este momento, a pocos días del comienzo de las clases, el profesor no presta atención a todo esto. Le preocupa el primer día de clase, cuando tenga que enfrentarse a sus alumnos. ¿Qué les va a decir? Él quisiera hablarles del amor al conocimiento, pero duda que tenga sentido para ellos, que viven inmersos en un frenético universo mediático en el que triunfa la opinión que más seduce en la arena del circo de las pantallas, no la que más verdad contiene. Y hablarles de honestidad se torna dolorosamente ingenuo, pues a donde miren encontrarán ejemplos en abundancia de lo contrario entre los próceres de la patria. ¿Pueden reconocer el valor del pensamiento crítico en una sociedad en la que parece premiarse la mediocridad miedosa de quienes hacen carrera mediante la práctica de la loa incondicional a los poderosos, mientras prosigue sin fin el éxodo de los jóvenes que cultivan con denuedo sus talentos?

Así, el profesor se ve a sí mismo como un perfecto inútil, incapaz de ofrecer nada que sus alumnos puedan desear; solo, en una tarea en la que pocos en nuestra sociedad demuestran un genuino compromiso.

(Foto: El muro de Pink Floyd y Alan Parker)

Tesoros

Tesoros

 

Hoy, como otras veces, salvé las siete esclusas de seguridad, evité los guardianes y las alarmas y descendí hasta el tercer nivel del subsuelo con mi saco vacío a la espalda. Ahí estaba el tesoro de Troya (copas de oro, collares y diademas engarzadas, hachas-martillo, máscaras de plata y lapislázuli), la Quimera etrusca de Arezzo, la cabeza de alabastro traslúcido de la reina de Saba, el tesoro de Atila y el de Jabhur Jan, las dos puertas de Ubar (la Atlántida del desierto) engalanadas cuatro mil años antes con las más preciadas joyas y metales, ahí estaban reunidas, en largas y ordenadas hileras, todas las grandes maravillas de la antigüedad: fruslerías. Pasé de largo. Me adentré en la sala que reproducía, invertida, una cúpula gigantesca. A la luz de los hachones, mientras me punzaba una extraña mezcla de miedo y alegría, contemplé de nuevo el más espléndido de los tesoros, vedado al común de los mortales. Cualquiera podría matar o morir por esa visión gloriosa, por esa plétora, por esa infinita cornucopia oculta en el silencio de las profundidades. Amontonadas escrupulosamente como lingotes idénticos, me esperaban, llenas de promesas, incólumes, las Horas Perdidas. Abrí la boca del saco.

Àngel Olgoso

La máquina de languidecer (Páginas de Espuma, 2009)

 

Verano

Verano

Verano, ya me voy. Y me dan pena
las manitas sumisas de tus tardes.
Llegas devotamente; llegas viejo;
y ya no encontrarás en mi alma a nadie.

Verano! Y pasarás por mis balcones
con gran rosario de amatistas y oros,
como un obispo triste que llegara
de lejos a buscar y bendecir
los rotos aros de unos muertos novios.

Verano, ya me voy. Allá, en setiembre
tengo una rosa que te encargo mucho;
la regarás de agua bendita todos
los días de pecado y de sepulcro.

Si a fuerza de llorar el mausoleo,
con luz de fe su mármol aletea,
levanta en alto tu responso, y pide
a Dios que siga para siempre muerta.
Todo ha de ser ya tarde;
y tú no encontrarás en mi alma a nadie.

Ya no llores, Verano! En aquel surco
muere una rosa que renace mucho...


César Vallejo

MEDITATION XVII

MEDITATION XVII

No man is an island entire of itself; every man 
is a piece of the continent, a part of the main;
if a clod be washed away by the sea, Europe
is the less, as well as if a promontory were, as
well as any manner of thy friends or of thine
own were; any man’s death diminishes me,
because I am involved in mankind.
And therefore never send to know for whom
the bell tolls; it tolls for thee.



Devotions upon Emergent Occasions
John Donne

Nadie es una isla, completo en sí mismo; cada hombre
 es un pedazo de continente, una parte de la tierra;
si el mar se lleva una porción de tierra, Europa
queda disminuida, como si fuera un promontorio,
 o la casa de uno de tus amigos, o la tuya
 propia. La muerte de cualquier hombre me disminuye
porque estoy ligado a la humanidad.
Y por eso no preguntes nunca
por quién doblan las campanas: doblan por ti

Fluyan mis lágrimas...

Fluyan mis lágrimas...

"Hoscamente, el General Buckman abrió el tercer cajón de su gran escritorio y colocó una bobina de cinta magnética en el pequeño aparato que allí tenía. “Arias de Dowland para cuatro voces…” Se quedó escuchando una que le gustaba mucho de entre todas las canciones que había en los volúmenes para laúd de Dowland. …Pues ahora, abandonado y solitario me siento, suspiro, sollozo, me desmayo, muero, en dolor mortal e interminable miseria. El primer hombre, recapacitó Buckman, que escribió una pieza de música abstracta. Sacó la grabación, puso otra en el laúd, y se quedó escuchando la “Lachrimae Antiquae Pavan”. De esto, se dijo a sí mismo, acabaron por salir los cuartetos finales de Beethoven y todo lo demás. Exceptuando a Wagner. Detestaba a Wagner. A Wagner y a todos los que eran como él, tales como Berlioz, pues habían hecho retroceder tres siglos a la música. Hasta que Karl-Heinz Stockhausen la había vuelto a poner al corriente con su “Gesang der Jünglinge”. Y, escuchando una vez más la “Lacrimae Antiquae Pavan”, pensó: Fluyan mis lágrimas… Philip K. Dick: Fluyan mis lágrimas, dijo el policía."

Biografía, Gabriel Celaya

Biografía, Gabriel Celaya



No cojas la cuchara con la mano izquierda.
No pongas los codos en la mesa.
Dobla bien la servilleta.
Eso, para empezar.

Extraiga la raíz cuadrada de tres mil trescientos trece.
¿Dónde está Tanganika? ¿Qué año nació Cervantes?
Le pondré un cero en conducta si habla con su compañero.
Eso, para seguir.

¿Le parece a usted correcto que un ingeniero haga versos?
La cultura es un adorno y el negocio es el negocio.
Si sigues con esa chica te cerraremos las puertas.
Eso, para vivir.

No seas tan loco. Sé educado. Sé correcto.
No bebas. No fumes. No tosas. No respires.
¡Ay, sí, no respirar! Dar el no a todos los nos.
Y descansar: morir.

Último enigma

Último enigma

 

Apellido del escritor estadounidense, nacido en Rusia, autor de obras de ciencia-ficción centradas en la Fundación. Padre de las tres leyes de la robótica, que buscan contrarrestar un supuesto "complejo de Frankenstein", es decir, el temor que el ser humano desarrollaría frente a unas máquinas que hipotéticamente pudieran rebelarse y alzarse contra sus creadores.

 

70º enigma

70º enigma

 

Gordo, egocéntrico, maniático. Este antihéroe protagoniza una novela ambientada en Nueva Orleáns, publicada póstumamente gracias a la insistencia de la madre del autor que se suicidó sin llegar a intuir el futuro éxito de su obra.

 

69º enigma

69º enigma

 

Este personaje es el protagonista de la única novela que escribió su autor, considerada una de los clásicos de la literatura contemporánea. Su temática recoge la herencia de Fausto y una visión hedonista cuyo credo sería "lo único que vale la pena en la vida es la belleza, y la satisfacción de los sentidos".  Obsesionado por la idea de que su belleza se desvanecerá, conseguirá que mientras él mantiene para siempre la misma apariencia de un retrato en el que aparece en todo su esplendor juvenil, mientras la figura retratada envejece por él. Su búsqueda del placer lo lleva a una serie de actos de libertinaje y perversión; pero el retrato sirve como un recordatorio de los efectos de cada uno de los actos cometidos sobre su alma: con cada pecado la figura se va desfigurando y envejeciendo.

68º enigma

68º enigma

 

El submarino por excelencia de la literatura de aventuras, creado por un escritor francés, considerado el padre de la literatura de ciencia-ficción. Apareció en dos novelas: en una, recorrió veinte mil leguas; la segunda está ambientada en una misteriosa isla.