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La historia interminable II

Emma Bovary: mito y literatura

Emma Bovary: mito y literatura

 

Emma, la hija de un campesino acomodado, fue internada por su padre en un convento de monjas ursulinas donde recibió una “esmerada educación”, hasta el punto de ser calificada, con despectivo sarcasmo por la primera mujer de Charles Bovary, como “Señorita de ciudad”, cuando solo es “la hija del Rouault ese…”, un simple pastor y ella la presuntuosa que tiene el descaro de “presentarse en misa los domingos vestida de seda como si fuera una condesa” [I, 2].

Pero la educación que recibe no fue tan esmerada porque las ursulinas no consiguieron convertirla en una mujer preparada para su casa, para su marido, ni para su hija. Las enseñanza de las religiosas acabaron en “la languidez mística de las pilas de agua bendita y el resplandor de los cirios”: y, en vez de “atender a la misa, miraba en el breviario las viñetas piadosas orladas de azul” [I, 6]. De las viñetas piadosas pasó a las profanas de las lecturas que, a escondidas, traías sus compañeras de clase; novelas ilustradas cuyas imágenes transportaban a un mundo aristocrático; Lamartine de quien “escuchó arpas sobre los lagos, todos los cantos de los cisnes moribundos, la caída de las hojas…” [I, 6]. Así es como se va configurando la personalidad romántica de Emma, que dejó estupefactas a las ursulinas porque comprendieron que “la señorita Rouault parecía írseles de las manos […]; se sublevaba ante los misterios de la fe y la disciplina le irritaba todavía más como algo reñido con su manera de ser” [I, 6].

Ahí, en el convento, es la ebriedad de las lecturas envenenadas por el idealismo lo que marca la primera experiencia de Emma, lo que está en la raíz de ese tedio existencial romántico que le hace despreciar el mundo campesino del que procede. Pero la aparición de Charles en su vida parece que a Emma le va a sacar de ese marasmo, porque cree estar enamorada. Sin embargo, a este, por necio y por su espíritu apocado, lo despreciará muy pronto y será consciente del error cometido: “…como la felicidad que esperaba de aquel amor no había hecho su aparición, pensó que se había equivocado” [I, 5]. El narrador adopta el punto de vista de Emma que se ensaña con la falta de atractivo de Charles y tanto la atormenta que se reaviva en ella el tedio existencial: “…la vida de ella era como una buhardilla, con tragaluz al norte y donde el hastío, araña silenciosa, tejía su tela en la penumbra por todos los rincones de su corazón” [I, 7].

De ese estado va a sacarla “un acontecimiento extraordinario” que “vino a llover sobre su vida: la invitaron a La Vaubyessard, a casa del marqués de Andervilliers” [I, 7]. Allí Emma entra en contacto con la aristocracia y el lujo, y se olvida de su vida anterior: “…a la fulgurante luz de la hora presente, su vida pasada, tan nítida hasta entonces, se difuminaba por completo, hasta el punto de poner en duda si la había vivido realmente. Ella estaba allí” [I, 64]. “Se esforzaba por mantenerse despierta para saborear por más tiempo la ilusión de aquella vida lujosa que enseguida le sería preciso abandonar” [I, 66]. Las consecuencias de la estancia en el castillo de Vaubyessard y, sobre todo, del vals que baila con el vizconde, símbolo del amor, del lujo, de París…, la van a dejar en un estado de excitación, que, en contraste con “todo cuanto la rodeaba, el campo tedioso, los pequeños burgueses estúpidos, la mediocridad de la vida…” [I, 9] alterarán su equilibrio emocional para siempre: euforia y depresión se alternaran a partir de ahora hasta su trágico desenlace: “Sentía ansias de correr mundo o de volverse al convento. Anhelaba al mismo tiempo morirse o vivir en París” [I, 9].

Terminada la primera parte, Flaubert ha dejado muy claro los derroteros por los que se encaminará la vida de Emma, pero siempre marcada por sus propias decisiones o por la voluntad de otros personajes. Ya no va a ser capaz de escapar al torbellino del amor adúltero que la separará definitivamente de Charles e incluso de su hija. Sus dos amantes encarnan aparentemente el ideal del amor al que aspira, pero este solo se manifestará, en un primer momento con Léon, con el que siente una mutua atracción, una especie de amor platónico, más juvenil que maduro, por no declarado, e interrumpido por la marcha / huida de Léon, primero a París y luego a Rouen.

Independientemente del desarrollo de las dos aventuras con todos sus detalles de felicidad y desengaño (con Rodolphe y la segunda oportunidad con Léon) y de la progresiva caída en el desenfreno, las mentiras, el despilfarro, la procacidad…, es interesante prestar atención a la distancia entre el ideal de Emma y la categoría moral de sus amantes.

Rodolphe es un donjuán de poca monta, un rico ocioso y hombre de mundo (más aldeano que de ciudad). Para entender su verdadera valía hay que recordar la falsedad de sus palabras, tanto en la estrategia de seducción como en la carta de despedida. Recordemos que el primer intento de seducción se produce durante el discurso del consejero Monsieur Lieuvain y las palabras amorosas de Rodolphe; en los dos, lo mismo: tópicos vacíos de contenido. En cuanto a la carta, mientras la escribe va intercalando sus pensamientos mezquinos. El peor de todos el relativo a la fatalidad:

“¡La sola idea de verte sufrir, Emma, no sabes de qué forma me tortura! Me tienes que olvidar. ¿Por qué te conocería? ¿Por qué serás tan hermosa? Yo no tengo la culpa de eso, no, no, Dios mío. Aquí no hay más culpable que la fatalidad.

—Eso de la fatalidad siempre impresiona mucho— se dijo.” [II, 13]

La justicia poética pone en su sitio a este donjuán de aldea, el mismo en el que se atascó siempre Charles. Si nos vamos al final de la novela, al momento en que se encuentran Rodolphe y Charles y este le dice que no le guarda rencor, Charle recurre al mismo tópico: “¡La culpa la tuvo la fatalidad!. Y a Rodolphe, que había sido el causante de aquella fatalidad, ese comentario le pareció excesivamente benévolo para venir de un hombre en una situación semejante, hasta grotesco y un poco servil” [III, 11]. Pero Rodolphe no parece acordarse ya de su carta y, al calificar tan duramente a Charles, se está calificando a sí mismo. Y lo peor, sin ser consciente de ello.

Por su parte, Léon, ya enviciado por la vida licenciosa de la ciudad va a ser tan cruel con Emma como su antecesor, acabará cansándose de Emma y la abandonará para acabar casándose con una joven, seguramente elegida por su madre. Nueva burla de la justicia poética que le iguala con Charles (su madre también eligió a quien iba a ser su primera mujer). Además, el nombre de la elegida por “la señora viuda de Dupuis” para “su hijo Léon, notario de Yvetot,” será “Mademoiselle Leocadie Leboeuf” [II, 11]. Su apellido vuelve a remitir a Charles Bovary (“charbovary”, carro de bueyes, es como logra identificarse cuando entra en la escuela).

Después de ser traicionada por sus amantes, cargada de deudas por el lujo que ha derrochado con ellos y acorralada por los usureros y la justicia, Emma se rebaja y se arrastra buscando quien le saque del atolladero económico. Nadie la socorre, ni los que la han amado, ni los que la podían ayudar por tener dinero. Solo uno parece que puede ayudarla, el notario Monsieur Guillaumin, pero tiene que ser a cambio de arrojarse en el lodazal de este viejo libidinoso. Entonces, Emma tiene el único gesto de dignidad en el final catastrófico de su vida: “Está usted abusando de una manera indecente, señor mío, de la situación en que me veo. Soy digna de compasión, sí, pero no estoy a la venta.

Por fin se cierra el círculo que poco a poco se ha ido estrechando en torno a Emma. Los pasos han sido meticulosamente medidos por Flaubert para convertir a su protagonista en una heroína trágica que paga sus culpas no por haber transgredido las leyes humanas por respetar las divinas, como en las tragedias clásicas, o a la inversa. Aquí no hay ningún dios que castigue, son los seres humanos, sometidos por la sociedad y por sus propios errores, los que se labran su trágico destino final.

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