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La historia interminable II

De dulces, difuntos, tenorios y calabazas

No está en nuestro ánimo pecar de casticismo, pero hemos de empezar este artículo confesando que estamos un poco cansados de Halloween. Y no es que no nos parezca divertido disfrazarnos; sobre todo de bruja con medias de red y faldita de vuelo o de vampiresa con un largo y ceñido vestido y los labios color rojo sangre. Ni que les hagamos ascos a las chucherías, aunque tomadas con moderación y lavándose los dientes tan pronto como se pueda, claro. O que no nos encante pasar miedo con una buena película de terror o reírnos a mandíbula batiente con una de esas tan malas que proliferan estos días en la tele...

Lo que ocurre es que es tan arrolladora la evidencia de la colonización cultural estadounidense que llegamos a ser más capaces de identificar un barrio neoyorquino que una céntrica calle de nuestra ciudad o de chapurrear un tema de hiphop mientras permanecemos en la más absoluta ignorancia de un solo verso flamenco, ese arte que hace poco menos de un año era declarado “Patrimonio inmaterial de la Humanidad”. Así que vamos a dejarnos de trucos y tratos y de calabazas y vamos a hacer un esfuerzo para recordar algunas de nuestras tradiciones. La celebración del Día de todos los santos y todos los fieles difuntos tiene como tantas otras fiestas, un origen religioso. Los católicos recuerdan ese día a todos los fallecidos en el seno de su iglesia. De ahí una de las tradiciones más arraigadas con la que vuestros mayores seguro que siguen cumpliendo: la visita al cementerio. Las floristerías realizan sus mayores ventas en las semanas previas al día 1 de noviembre, ya que muchas familias aprovechan esos días para dejar reluciente y decorado el lugar de reposo de quienes ya se han marchado. Si bien las costumbres funerarias están experimentando considerables cambios, lo cierto es que los cementerios respiran estos días vida y armonía. Lejos del miedo que suele asimilarse a estos lugares, la belleza monumental y paisajística de algunos camposantos, entre los que se encuentra el de Granada según un reciente itinerario cultural que lo incluye entre los más bellos de Europa, es innegable.

 

Y como no solo de estatuaria funeraria o de crisantemos vive el hombre vamos a recordar algunas de las apetitosas tradiciones culinarias vinculadas al Día de los Santos. Una de las costumbres que algunos ayuntamientos o asociaciones de vecinos se han esforzado por recuperar en los últimos tiempos es la “castañada”. Al amor de la lumbre, mientras las castañas recién recolectadas saltan y perfuman de otoño el ambiente, se cuentan historias de fantasmas y aparecidos, mientras el anís va calentando cuerpos y corazones. Parece ser que el origen de esta tradición es medieval y procede de la necesidad de recuperar fuerzas de quienes se encargaban de tocar las campanas en la víspera de Todos los Santos. Entre los muchos dulces que podemos saborear estos días, está el más humilde de todos, las gachas. Elaboradas a base de harina, leche, azúcar y canela y servidas con pan frito, sirven en algunos pueblos para que los niños tapen con ellas las cerraduras, evitando así que las almas en pena se cuelen en las casas. También los buñuelos de viento y los huesos de santo harán las delicias de todo el que se anime a degustarlas.

 

Y no podíamos dejar de lado una tradición literaria única que a duras penas se sigue manteniendo: la representación de Don Juan Tenorio. La obra de Zorrilla, una de las interpretaciones el mito de Don Juan que inauguró Tirso de Molina y que hasta el día de hoy se ha revelado inagotable, era un clásico de los escenarios españoles. Y año tras año se retransmitía por televisión el día 1 de noviembre. Generaciones enteras podíamos recitar casi íntegra la escena del sofá y sus muchas “variaciones” más chuscas que humorísticas la mayor parte de las veces. La obra se representaba en esta fecha porque los actos I y III de su segunda parte transcurren en un cementerio. Los vínculos de los rituales funerarios y el teatro pueden remontarse, no obstante, a lo que podríamos llamar drama funerario en la Antigua Roma: a las alabanzas fúnebres se añadía el coro de plañideras a sueldo, tanto más numeroso cuanto mayor era la categoría del difunto, que acompañaban el cortejo fúnebre dando alaridos de dolor, reclamando la vuelta del difunto, arañándose el rostro, mesándose los cabellos, rasgándose las vestiduras y contorsionándose. Era la gran pompa fúnebre, el espectáculo estremecedor que ofrecían los grandes hombres con ocasión de su muerte. No conformes con el ritual estrictamente funerario, las grandes familias romanas podían ofrecer al pueblo, dentro de las honras fúnebres de sus difuntos, la representación de una obra teatral, por lo general de carácter moral.


Es ancestral, por tanto, la vinculación de las representaciones más o menos dramáticas con los grandes temas religiosos. Y parece que en el tema de los difuntos, que nunca dejó de ser religioso por mucho que los ritos tuvieran formato profano, la representación de los muertos más o menos dramatizada, se mantuvo en muchos pueblos a lo largo de los siglos. Las procesiones de difuntos con el pretexto de enterrar este día a los muertos insepultos (por lo general, ajusticiados expuestos a la entrada de las poblaciones para aviso y  escarmiento de residentes y forasteros), con toda la parafernalia que las acompañaba, incluidos ciertos bailes austerísimos de calaveras, tenían una honda raíz dramática.  Mezclar por tanto Día de Difuntos y representación teatral no era nada nuevo. Por eso caló tan hondo el Don Juan Tenorio. No era la primera obra de este género ni tampoco la única representación teatral para recordar los difuntos. En ella podemos encontrar el origen de los disfraces de Halloween.

Y ahora, puede que estemos en mejores condiciones de elegir cómo va a ser nuestra Noche de Difuntos. Cualquier emoción que experimentéis no hará sino recordaros que le debemos culto a la vida. Y si de paso evitamos espectáculos como el que cierra este artículo, miel sobre hojuelas...


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