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La historia interminable II

Encuentro con Luis García Montero

Hoy no ha sido un lunes como los demás: ha sido un lunes completamente viernes. Hoy hemos tenido la suerte de reencontrarnos con Luis García Montero. Y todos nos hemos reencontrado con él. Incluso ese centenar de alumnas y alumnos que por primera vez asistían al milagro por el que un poeta sale de la foto del penúltimo tema de su libro de texto para hablarles a cada uno de ellos al oído.

Después de la presentación de nuestro compañero Antonio Alcaide (en la que ha dejado de manifiesto lo difícil que resulta, no ya ser profeta, sino poeta en Granada), Luis ha tomado plena posesión de nuestra abarrotada biblioteca y nos ha dado, como siempre, una de esas lecciones de poesía para niños inquietos que se quedan para siempre grabadas en el corazón.

Si el corazón pensara dejaría de latir. Hoy habíamos comentado en clase el título de la primera derrota del libro de Alberto Méndez Los girasoles ciegos, pero no nos valen, ¡ay!, las conclusiones a las que habíamos llegado. El corazón de Luis piensa y no deja de latir al ritmo pausado de sus palabras, de su optimismo nada ingenuo de hombre ilustrado que cree en el futuro, de creyente en el diálogo con los jóvenes y con el joven que fue. Late al ritmo de las lunas que ya no son lunas, de las llamadas telefónicas, de los taxis en las noches de Granada, de los amores perdidos y de los que se encuentran para siempre.

 

De la Armilla que era la última estación de penitencia en el viaje de regreso a casa después de las vacaciones en Motril no queda hoy mucho. Si algún poeta vuelve a la biblioteca de nuestro instituto dentro de unos años, la recordará como el sitio de las largas colas para aparcar en el Nevada. La anécdota del largo y tortuoso camino a la playa le ha servido al poeta de anclaje perfecto para recordar su primer encuentro con la poesía en la voz ronca de su padre leyendo “La canción del pirata” y ese canto a la libertad que el pequeño Luis, que no regresaba nunca a tiempo a casa desde las alamedas del Genil, hacía suyo: “Y si muero, ¿qué es la vida?/ por perdida ya la di/cuando el yugo del esclavo/como un bravo sacudí.”

Vino después el encuentro sagrado con la poesía de Lorca en el espacio sagrado y prohibido (todo lo sagrado está prohibido) de la habitación de invitados donde su padre guardaba su biblioteca. Y el tocadiscos que el padre Díaz llevó un día a una clase para que sus alumnos de los Escolapios escucharan la voz de Machado en la voz de Serrat.

La emoción de aquel niño que con su dinero paga su primer disco, alcanzó todo su significado el día en que Serrat lo llamó para decirle que había puesto música a uno de sus poemas. A veces encajan todas las piezas del puzzle y el aire se serena y viste de hermosura y luz no usada…

El niño precoz que escribía poesía mientras otros jugaban al fútbol tuvo la suerte (al saber lo llaman suerte) de gozar de la amistad del único superviviente de la Edad de Plata de nuestra literatura. Con veintidós años sigue bebiéndose la poesía y le gana una pequeña batalla al imposible escudero de Garcilaso: un furtivo beso a una estudiosa alemana en la puerta de un hotel es el galardón. Pero mucho más allá de esa apuesta y de la poesía y de la historia, con Alberti aprende algo fundamental: que hay que tomarse en serio a los jóvenes. Y que los jóvenes deben escuchar a sus mayores, que el diálogo generacional es posible y deseable. Hoy lo estamos experimentando.

Más allá de su deliberado torpe aliño indumentario, vuelve a estar don Antonio Machado en la base de la otra sentimentalidad: el poeta no es un raro que se parapeta orgulloso en una torre de marfil, el poeta es gente, gente radicalmente historia, gente que con lo que siente y lo que dice (“palabra en el tiempo”) hace la historia y que tiene que hacerse consciente de la responsabilidad moral que eso acarrea.

Luis nos regala la explicación sobre la mañana en la que se concibe el poema “Mujeres”. Y el aplauso brota espontáneo después de esa lectura que nos emociona justo dos días antes del 8 de marzo. Que la vida te trate dignamente…

Mañana de suburbio
y el autobús se acerca a la parada.

Hace frío en la calle, suavemente,
casi de despertar en primavera,
de ciudad que no ha entrado
todavía en calor.
Desde mi asiento veo a las mujeres,
con los ojos de sueño y la ropa sin brillo,
en busca de su horario de trabajo.

Suben y van dejando al descubierto,
en los cristales de la marquesina,
un anuncio de cuerpos escogidos
y de ropa interior.
Las muchachas nos miran a los ojos
desde el reino perfecto de su fotografía,
sin horarios, sin prisa,
obscenas como un sueño bronceado.

Yo me bajo en la próxima, murmuras.
Me conmueve el recuerdo
de tu piel blanca y triste
y la hermandad humilde de tu noche,
la mano que dejaste
olvidada en mi mano,
al venir de la ducha,
hace sólo un momento,
mientras yo me negaba a levantarme.

Que tengas un buen día,
que la suerte te busque
en tu casa pequeña y ordenada,
que la vida te trate dignamente.

Aunque no tengamos fácil hablar de las cosas que suele llevarse la prisa, la hora escasa ha dado para mucho, incluso para metáforas sobre crisis y enfermedades. Y el necesario diálogo se produce: títulos, vista cansada, niñas que no conocen la palabra resaca, el momento en que otra niña que ve MYHYV se entere de que su padre es el autor de la canción de Quique González que le gusta…


Ya con el resto de los compañeros de vuelta a su última clase, un alumno elige a Luis para pedirle consejo sobre su futuro: es músico y tiene miedo de apostar por lo que le gusta. Seguro que no olvidará una respuesta que retoma las palabras de Juan Ramón a Fernando de los Ríos sobre Lorca: «Su poeta vino y me hizo una excelentísima impresión. Me parece que tiene un gran temperamento y la virtud esencial, a mi juicio, en arte: entusiasmo».

Hora de despedirse y de plasmar una dedicatoria. No me he traído los libros y, además, la que yo quiero ya está escrita:

Si alguna vez la vida te maltrata,
acuérdate de mí,
que no puede cansarse de esperar
aquel que no se cansa de mirarte.

Quien se haya quedado con ganas, que busque en sus libros.

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